jueves, 23 de julio de 2009

Nunca podré comparar
tus ojos con las estrellas:
los siglos las han teñido
de fría tristeza.

El cenáculo

Podré perder la garúa
y dejar la sal del mar.
Podré no oler carretillas de frutas
ni el tenue perfume de tus abrazos.
Pero siempre retumbarán en la memoria
nuestros versos adolescentes
y la aspereza del vino.

Génesis, 3:19

Polvo soy
y en polvo me convertiré
para que tu nombre me arrastre consigo.

Anti-haiku

Tres versos
jamás podrán encerrar
tu sonrisa.

martes, 21 de julio de 2009

A una francesa, Amado Nervo

El mal, que en sus recursos es proficuo,
jamás en vil parodia tuvo empachos:
Mefistófeles es un cristo oblicuo
que lleva retorcidos los mostachos.

Y tú, que eres unciosa como un ruego
y sin mácula y simple como un nardo,
tienes trágica crin dorada a fuego
y amarillas pupilas de leopardo.

La lluvia

Los ríos corren caudalosos.
Cada pisada huele a tierra fresca.
El trigo se agita desordenado
Y los valles se cubren de un nuevo verdor.
Desde que te fuiste
No ha dejado de llover.

lunes, 20 de julio de 2009

El ruiseñor y la rosa, Oscar Wilde


-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.
-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.
-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.
-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.
-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.
-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.
-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.
Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.
-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.
-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.
-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.
-Llora por una rosa roja.
-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!
Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.
De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.
Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.
En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.
-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el arbusto meneó la cabeza.
-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.
-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?
-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.
-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.
-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.
-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?
Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.
-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.
El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.
Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.
-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!
Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.
Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.
"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"
Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.
Al poco rato se quedo dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.
Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.
Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.
Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.
Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.
-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.
A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.
-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.
E inclinándose, la cogió.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.
Pero la joven frunció las cejas.
-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.
-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.
Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.
-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.
Y levantándose de su silla, se metió en su casa.
"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.

Andahuaylillas

En la iglesia de Andahuaylillas había muy poca gente. Afuera, la mañana soleada del sábado de gloria le dejaba el lugar a nubes grises y una pequeña llovizna. Insistí en ir después de leer en muchos lugares que a la iglesia la conocían como la "Capilla Sixtina de Sudamérica" (algo hiperbólico, hay que reconocerlo) por tener un cielo raso totalmente pintado. Había poca luz en el lugar. Todo parecía teñido de un viejo dorado por el reflejo del pan de oro del inmenso altar.A unos metros de éste se erguía inmensa, terrible, una estatua de la Dolorosa: una virgen de dos metros y medio en un anda totalmente vestida de negro, con rosas blancas y calas en el borde del vestido. Llevaba una mantilla y, dentro de su expuesto corazón de plata, siete espadas se hundían. Al costado estaba el ataúd de vidrio donde habían sacado a Cristo muerto el día anterior. Sacaban a la efigie lacerada (talla real, tal vez de yeso) para volverla a subir a la cruz. Diecisiete personas se encargaban de cargarla con extremo cuidado. Entre un quechua precipitado lanzaban frases en español: "Cuidado con sus piernitas, con su cuerpito, arréglenle el pelito." Una mujer llegó con una pequeña bandeja cargando tres clavos plateados. Acomodaron a Cristo, introdujeron los clavos en cada mano y pies con admirable minucia, casi con cariño. Al rodearlo con cordeles, tomaron la precaución que la cuerda no rozara la piel de la estatua. Apurados por los horarios, que no creen en misticismos, dejamos la iglesia cuando el grupo se disponía a levantar la imagen. Todos parecen cargar con su cruz en semana santa.El ataúd de cristal, con almohadillas bordadas con hilo dorado, estaba vacío anunciando la resurrección, pero las siete espadas seguían clavadas en el corazón de la Dolorosa.

Con la cruz a cuestas

Otra vez escucho detrás de mí murmullos y susurros. En callejuelas, bares, plazas, iglesias. Los escucho y volteo para ver de dónde salieron, quién los profirió esta vez. Las miradas se desvían, los ceños se fruncen y no me queda otra más que avanzar, sabiendo que unos metros más allá los volveré a oír.
No veo más allá de mis pasos pero siento que las astillas se hunden en mis manos y que mi espalda se cubre de escaras. Adivino que mis pies, adoloridos y cubiertos de llagas, se empolvan mientras los arrastro sobre la trocha. El viento corre frío esta noche; escucho, sobre los grillos, el temblor de la retama.
Hasta hace un tiempo yo vivía en la penumbra del descampado, entre las rocas y los ecos cuando la noche cae y no se oye ni un susurro. No estaba solo; éramos un grupo pequeño que se desplazaba entre las sombras, siempre furtivo, moviéndose unido como un mismo cuerpo a través de los montes.
El pesado tronco se hunde cada vez más sobre mi espalda. Trato de ignorar el dolor, la punzada sobre los hombros y el entumecimiento de los músculos, pero no es tan fácil. El viento se hiela; el sudor y la sangre empapan la tela. Sangro siempre después de una hora de caminar, todavía faltan muchas otras, tengo que seguir avanzando sin frenar si quiero llegar para la madrugada. Recuerdo el día del regreso.
Volvimos un domingo, eran casi las siete de la mañana porque salían todos de las casas de quincha arreglados para irse a la misa: los hombres con trajes de paño, las mujeres con peinados elaborados. El sol ya golpeaba. Llegamos siete personas, la ropa en jirones, famélicos, las sombras o los fantasmas de los que fuimos al irnos de ese mismo pueblo unos años antes. Nadie hasta ese momento sabía de nosotros; se sabía qué hacíamos, quiénes éramos y por qué nos escondíamos, pero nunca nadie supo exactamente dónde nos escondíamos. Y es lógico, estábamos en todas partes. O en ningún lugar. Hasta que perdimos. Y ahí tomamos la decisión de volver, de volver al lugar de donde salimos y hacer frente a las miradas.
Siento los labios curtidos, pero es imposible conseguir agua, debo seguir y ya llegaré a Luricocha por la mañana. Ahí podré comer algunos panes, a lo mejor y tomar un poco de chicha antes de emprender el regreso. El corazón galopa en las sienes y arden los nudillos. Unas pocas luces se encienden a la distancia, los otros cargadores salen de su casa para hacer su recorrido. Sus cruces son siempre más vistosas –las cubren de telas con pedrerías, violetas y otras flores brillantes, mandan inscribir dedicatorias, ponen cuadros y rosarios de piedra de Huamanga. La mía no. Nada de eso. Empiezo a tallarla todos los años cuando terminan las lluvias, la tallo, clavo las partes y Domitila hace su mejor esfuerzo por adecentarla con unas cuantas llicllas. Eso sí, nunca la lijo. La cruz no se lija, la carne tiene que sufrir en el camino, si no, no es justo. Les puede parecer raro que hable de justicia, pero es cierto, no sería justo dejar de lado el flagelo.
Ese domingo fuimos caminando lentamente hacia la plaza, el cuerpo destrozado pero temiendo más la reacción de la gente. Ahora sí, habíamos perdido y empezaba la condena. Las miradas eran de asombro, como ver un espejismo o un aparecido. E inmediatamente, para nuestra sorpresa, la gente regresaba en sí, cogía fuerte la mano de los niños, y seguía firme hacia la iglesia. Nadie nos hizo nada, ni un insulto, ni una agresión. Ahora me doy cuenta que fue peor.
Nos sentamos en la plaza a esperar el final de la misa. Nos mirábamos de reojo, sin pronunciar palabra. Desde dentro de la iglesia de piedra blanca se escuchaba lejano el mea culpa. Salieron todos al cabo de un rato, un rato que pareció no terminar nunca. Se formó un círculo alrededor nuestro, avanzaba a paso firme y todo el odio que esperábamos en el recibimiento estaba ahora en su mirada. Odio y asco. Recuerdo el primer golpe, lleno de rabia, de impotencia, de venganza. Y luego vino el segundo, el tercero, y luego los insultos y los escupitajos y los gritos y las recriminaciones. Cumpas conchesusmadres, nos decían, supaypa wawa, nos decían. Los puños y manotazos caían como relámpagos hasta que la voz del cura sentenció, calmada, satisfecha, que ya era suficiente. Y así como se arremolinaron alrededor nuestro se fueron todos, cada uno a su casa a ocuparse de nuevo de sus cosas. Caras familiares se quedaron en la plaza, fueron hacia nosotros entre llantos, nos levantaron y sin decir palabras nos metieron a las casas.
Eso fue todo. Desde ese día el trato fue otro. Bueno, el trato fue otro frente a nosotros, a nuestras espaldas se siguen diciendo cosas, murmurando, manteniendo alejados a los niños y ¿quién los culpa?
Han pasado ya varias horas. Sigo mi rumbo automáticamente; los pies hinchados, casi deformes por las ampollas labran pesados la trocha, un arado que no llega a remover la tierra. Empieza a clarear, los cerros se distancian del cielo, adquieren forma las casas en el valle y distingo, al fondo, Luricocha.
Sigo con la cruz a cuestas hasta dentro de la ciudad. Avanzo por las calles, ahora con pavimento, el silencio de la noche y el ruido de la retama es remplazado por el estruendo de los altoparlantes y los vendedores.
Subo las escaleras para entrar a la iglesia, más grande y menos torpe en su acabado que la de mi pueblo, tropezando bajo el portón de la templo. Atravieso la nave para dejar la cruz contra una de las paredes. Al descargar el peso, al sentir la presión aliviada, al ver la cruz, mi cruz una vez más en el templo se escapan unas lágrimas.
Arrodillado, recuerdo de nuevo ese domingo. Al día siguiente empecé a tallar mi primera cruz; llevo casi veinte a cuestas. No creo vivir lo suficiente para cargar con todas las que debo.

Seis de agosto

Seguro que el seis de agosto será un día gris, como todos los de esa semana. Seguro que mi madre se despertará temprano, mi padre comprará Comercio y Caretas, Juan le abrirá la puerta a todo aquel que entre al edificio. Los Amigos estarán de vacaciones y probablemente dormirán hasta bien entrada la mañana. Tal vez en la tarde caerá una débil llovizna que mojará las veredas y llenará de rocío el pasto de los jardines. En la noche, mis padres y mi hermano llegarán cansados por la rutina del jueves y sólo querrán acostarse. Los Amigos se alistarán para ir a Help, diciendo que esa semana sí llegarán antes de las once. Tras las primeras cervezas, será siete de agosto.
Todo esto, claro, bien puede no suceder. El seis de agosto es, para mí, sólo una conjetura.

domingo, 19 de julio de 2009

Carta a María Teresa, Juan Gonzalo Rose

Para tí debo ser, pequeña hermana,
el hombre malo que hace llorar a mamá.
Yo me interrogo ahora,
¿por qué no he amado sólo
las rosas repentinas,
las mareas de junio,
las lunas del mar?

¿Por qué he debido amar
la rosa y la justicia,
el mar y la justicia,
la justicia y la luz?

Fui un niño como todos.
También mi infancia
la atravesaba un río
y tenía una hora misteriosa
en la cual las palomas
a mi alma obedecían.

Pero me preguntaba
¿por qué en mi calle
la alegría es un viento
fugaz e inesperado?
¿por qué no siembran trigo
también sobre mi pecho,
si aquí en mi corazón,
todas las noches
se desbordan los ríos?

Por eso fue una noche
el rostro de mi madre,
astro de cera y llanto
en el cielo apagado de mi celda;
por eso me negaron
el Perú en mi desvelo,
y vanamente grito:
devolvedme mi patria,
devolvedme mi escuela de palomas,
mi casa frente al mar,
devolvedme su calle más pequeña,
la lámpara más rota,
su más ciego lugar.

A pesar de todo esto,
para tí debo ser pequeña hermana,
el fantasma que vuelca
la sal sobre la mesa,
el mal hado que rompe
las puntadas de los días
y es que a tí te hace daño
ver llorar a mamá.

Mas una tarde, hermana,
te han de herir en la calle
los juguetes ajenos;
la risa de los pobres
ceñirá tu cintura
y andando de puntillas llegará tu perdón.

Cuando esa hora suene
es que amarás las rosas,
las mareas de junio,
el jardín de diciembre
donde los niños van;
es que amarás mis sueños
y mis cosas,
¡sabrás por qué se rompe
fácilmente
por la mitad el pan!

Cuando esa hora suene
y se empadrine en padre mi orfandad,
iremos de la mano
por las calles de Lima,
en trinidad de gozo
con la risa de mamá.

Everything and nothing, Jorge Luis Borges


Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantás­ticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero, con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir para siempre, que un individuo no debe diferir de su especie. Alguna vez pensó que en los libros hallaría remedio para su mal y así aprendió el poco latín y menos griego de que habla­ría un contemporáneo; después consideró que en el ejer­cicio de un rito elemental de la humanidad, bien podía estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o "Tamerlán y volvía a ser nadie. Acosado, dio en imaginar otros héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejan­za del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo a­firma que en su sola persona, hace el papel ene muchos, y Yago dice con curiosas palabras no soy lo que soy. La identidad fundamental del existir, soñar y representar le inspiró pasajes famosos.
Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana le sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdicha­dos amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro. Antes de una semana había regresado al pueblo natal, donde recuperó los árboles y el río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que había celebrado su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenía que ser alguien; fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quién le interesan los préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido testa­mento que conocernos, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario. Solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta.
La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie.

viernes, 17 de julio de 2009

Corazonada

Mientras más cerca estaba la taza de su labio, más fuerte era la sensación que algo fantástico ocurriría ese día. No había nada concreto en esa suposición, era simplemente una corazonada. Abrió el periódico y, rompiendo la rutina matinal, leyó primero el horóscopo y no la página deportiva. Como por arte de magia: “Algo importante sucederá hoy, querido Libra.”
Lleno de ánimo por la profecía, lavó el pocillo y se aventó los tres harapos que había preparado la noche anterior. Se dirigió al baño y cuando quiso prender la luz se dio cuenta que el foco estaba quemado. ¿Sería eso? No, el periódico dijo “importante”, y lo que sentía en las tripas era “importante”. Así que cambió el foco resuelto a descubrir qué episodio fantástico haría girar su vida.
Salió para el trabajo y se subió al Chama que pasaba raudo por ahí. Justo ese día, el micro iba vacío e impecablemente limpio. Podría ser perfectamente la limpieza del Chama lo que anunciaba el periódico. Pero una vez más, recordó la grandilocuencia del anuncio, y un micro en decente estado no era suficiente.
Llegó con una cara rara, como ido por el cotidiano. Todos se extrañaron al verlo así, envuelto en un vaho de revelación. Las burlas no se hicieron esperar una vez contado el motivo de su estado. ¿Cuándo es que campeona Perú el mundial? Las risas no lo molestaban, lo tomaba muy bien, al fin y al cabo, después de ese día todo iba a ser diferente.
Pasada la hora de almuerzo, escuchó la frase que esperaba oír. “El Jefe te llama.” Tomó aire profundamente, no podía mantener la sonrisa entre los labios, hasta sintió un pequeño estremecimiento surcando su espalda. Entró a la oficina como un niño esperando un caramelo o el juguete prometido. El Jefe lo mira por sobre los anteojos y con una leve inclinación de cabeza lo invita a sentarse. “¿Cuándo empezó en la compañía? Eh, en enero de hace siete años, Jefe. ¿Lo pregunta por algo? No, no, para llevar el registro, nada más. Gracias.” El horóscopo debía ser más serio que eso. Y ésa fue la primera vez que lo llamó el Jefe a la oficina. Más importante que eso, sería difícil.
Pero cayó la tarde sin mayor sobresalto. Guardó sus cosas en la mochila de tela, apagó las luces de neón blancas, dejando a un par de polillas revolotear en las tinieblas de su oficina, se despidió un poco triste pero a la vez entusiasmado, sabiendo que la cúspide de su día estaría en el trayecto de vuelta a casa, en el Chama.
Dio cada paso hacia el paradero como si fuera el último, como un mariscal dirigiéndose a saludar al enemigo, como un gladiador entrando a la arena. Se sube al primer Chama: el mismo de la mañana. Nunca antes había estado en un micro tan pulcro, casi inmaculado. Y dos veces en el mismo día. Rubén Blades entonaba “Pedro Navaja” en la estación. Pocas veces había coreado con tanto ánimo un estribillo: La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.
Abre la puerta de su casa, deja sus cosas, prende la hornilla. Calienta el poco guiso de carne que quedaba al fondo de la olla mientras se estira sacudiéndose el cansancio. Cena, y con una ansiedad tranquila se acuesta. Era todavía temprano, pero sólo se recostó al lado del teléfono. Pasó un buen rato, una, dos, tres horas y se duerme. Nunca sonó el teléfono. Y se quedó dormido pensando en que a lo mejor lo anunciado había sido el episodio del micro, o quizá la llamada del Jefe, o hasta el foco quemado. O tal vez había sido abrir el periódico por el horóscopo.

Amanda desaparece

Amanda era encantadora, ligera y graciosa. Como toda chica de su edad, parecía no cargar con preocupaciones ni ansiedades sobre los hombros. Su pelo castaño flotaba siempre al viento y cuando llevaba sus largos vestidos hasta se hubiera dicho que levitaba como un hada. Pese a su espíritu burbujeante jamás cayó en la puerilidad ni en el escándalo, y sus opiniones fueron siempre admiradas por su ponderación y sensatez. En cualquier otro rostro sus grandes ojos grises hubieran sido signo de tristeza o abatimiento, pero en Amanda brillaban como el amanecer en la montaña, y su sonrisa era todas las flores de la primavera.
El caso es que doña Augusta, su madre, había decidido que Amanda estaba lista para el matrimonio. Doña Augusta era todo lo contrario a su hija: era una mujer de porte marcial y barriga arzobispal (lo que bastaba para ser considerada una Gran Señora), de pequeñísimos ojos negros y cabello opaco amarrado en un moño, que cubría con una mantilla negra desde su viudez, copiando una foto que había visto de Victoria de Inglaterra. Si la voz de Amanda era dulce sin ser estridente, la suya tronaba como un regimiento a paso ligero, y su hija no recordaba su risa, si es que la había escuchado alguna vez. No pocos se preguntaban cómo una niña tan amable podía ser hija de tan sombría mujer, que debía haberla alimentado con hiel en vez de leche materna.
Así pues, como bien dijimos, doña Augusta había decidido que Amanda estaba lista para el matrimonio, y había encontrado en el joven Percy Cooksey al pretendiente ideal. Percy Cooksey era un caballerito inglés hijo de un rico vendedor de telas, un joven de veintiocho años y modales refinados, de pelo rojo y pajoso, una prominente nariz, labios trazados con regla y un par cejas caídas que cubrían ojos verdes acuosos y vacíos. Su educación londinense lo había vuelto docto en francés, alemán e italiano, y podía recitar las proezas de Anquises y Meleagro, pero carecía totalmente de sentido del humor, y su timidez podía llegar a ser irritante. Las venias que hacía frente a Amanda la hacían bostezar pero inflaban el pecho de su madre, y siendo tan dócil, nuestra joven heroína aceptó el matrimonio sin chistar.

Pero el hecho que me interesa contar no es el establecimiento de la familia Cooksey, sino lo que ocurrió con la joven esposa poco después de su boda.

Si bien Percy emanaba estulticia, era lo que podríamos llamar un esposo considerado. Nunca respondió de mala manera a la dulce Amanda y sus gestos siempre fueron motivados por un amor infantil (lo que los franceses llaman simple d’esprit) pero honesto. Las primeras semanas pasaron así, en calma; Percy fantaseaba con un primogénito y Amanda se perdía en sueños de azucenas.
Una mañana, cuando Amanda se despertó, vio la mirada idiota de su esposo fija en ella. Se desperezó y le preguntó si todo andaba bien.
―Eso te debería preguntar yo a ti—replicó inquieto.
—¿Pero por qué tienes esa cara? Diría que has visto un fantasma.
—Creo que estoy viendo uno.
Conociendo a su esposo, Amanda supo que su respuesta no podía tener un sentido metafórico, y si Percy creía ver un fantasma, había que tomarlo en el sentido más literal. Corrió hacia un espejo y sintió que se desvanecía. El espejo devolvía su rostro, cierto, pero un rostro traslúcido, límpido en exceso, de una palidez cadavérica. Alguien poco ducho en materia de medicina habría podido decir que Amanda se había vuelto como de cristal. Percy tomó inmediatamente el pulso de su esposa, notando que era constante como el gran reloj de caoba que había frente a la chimenea de la sala. Llamó a un médico que no encontró nada malo en Amanda, salvo por el innegable hecho que la joven mujer se había “disuelto” un poco durante la noche. El doctor atribuyó semejante fenómeno al calor y al cambio de rutina que supone el matrimonio, aunque confesó luego que nunca había visto un caso igual.
El resto del día lo pasó Amanda en cama, de muy buen ánimo. No podía decirse que estuviese enferma: seguía siendo la misma Amanda, animosa y sonriente, sólo que un poco más transparente. Su apetito era bueno, y no sufría ni decaimiento ni malestar alguno. La pareja se fue a dormir con la seguridad de que todo esto no sería más que una anécdota graciosa para contar a sus hijos.

Pero a la mañana siguiente, cuando Percy despertó esgrimiendo una gran sonrisa insulsa, encontró que Amanda estaba mucho más vaporosa que el día anterior. Lanzó un grito de espanto que despertó a su esposa; ésta no tardó en darse cuenta de que su mal había empeorado.
Percy ya no sabía qué hacer. Repetía en voz alta todo lo que habían comido en días anteriores para ver si algún ingrediente hubiese podido causar semejante efecto, listaba los lugares por donde habían salido a caminar, las flores que Amanda había recogido, hasta sacó de sus fundas todas las almohadas de la casa buscando tal vez algún insecto gigante que devorara lentamente a su esposa. Todo fue en vano. Las listas arrojaban los lugares que Amanda había frecuentado toda su vida, las flores que siempre había recogido, y nada los llevaba a un elemento misterioso.
Los médicos se reunieron donde los Cooksey, esbozaban todo tipo de teoría acerca de la progresiva desaparición de Amanda, recetaron una dieta a base de caldo de cabeza e hígado de cordero, asegurando que el potaje restauraría a la enferma y le devolvería la sustancia perdida. La alarma crecía en los médicos, en Percy, en doña Augusta, en todos salvo en Amanda. Ella tomaba su nueva lividez como algo pasajero, sin importancia, como despertarse y encontrar una primera cana. Y su ánimo seguía intacto. Acariciaba la cabeza de su esposo consolándolo, diciéndole que no era nada grave, que ya pasaría.
Pero comparando los indescifrables apuntes que cada uno de los doctores había tomado en pequeñas libretas negras, llegaron a la observación que esta lenta “desaparición” ocurría de noche, y que durante la vigilia la paciente se encontraba estable. La observarían durante su sueño.

Así Amanda fue a dormir rodeada de una legión de ancianos de grandes lentes que la escrutaba con mirada inquisidora, tomando apuntes. Los médicos no se equivocaron. Cuando empezó a moverse bajo las sábanas y era a todas luces evidente que soñaba, la desaparición de Amanda aumentó. Llegaron a ver, por primera vez, los pliegues de la ropa de cama a través de sus mejillas. Un ruido seco los sacó de su profundo asombro: Percy se había desmayado.
Gracias a la cierta autoridad que ejercía doña Augusta, el caso de su vaporosa hija se mantuvo alejado de los periódicos. Pero en la casa de los Cooksey pululaba siempre media docena de doctores que trataba que Amanda no durmiera, siempre en vano.
Nunca los médicos pudieron llegar a un diagnóstico, menos aún a un tratamiento. Declararon a Amanda “menguante terminal” y le dieron el pésame a Percy, que lloraba como un niño sobre la cama.

El temple de Amanda fue admirable. Su sentido del humor y su espíritu centrado jamás decayeron, e hizo gala de gran entereza en sus últimos días. Conforme aumentaba su transparencia, la fuerza de su voz disminuía. Pasó de un sonido cálido a una voz apagada, y luego a un levísimo murmullo.
Si para el tercer día Percy podía ver a través de su mujer, al cabo de una semana tenía que tener extremo cuidado para no chocarse contra ella al caminar; le exigió que silbara constantemente para poderla ubicar y en las noches lo único que todavía podía distinguir era el brillo de sus grandes ojos grises. Los Cooksey se acostumbraron a vivir así, con Amanda penando sin estar muerta.

Por fin llegó el día que tenía que llegar. Percy despertó y no vio a nadie a su lado. Su esposa había desaparecido. Fue oficialmente la muerte de Amanda, al menos para los médicos que la certificaron y para su férrea madre, que se resignaba a cargar con una hija menguante. El que jamás lo aceptó fue el joven Percy Cooksey. Siguió viviendo en la casa, sin volverse a casar, insistiendo en que de vez en cuando escuchaba los silbidos y las risas de Amanda y que cada primavera el jardín era despojado de sus más coloridas flores. Todo esto, claro, nadie nunca lo confirmó.

Haikus

Aquel resplandor
Sólo ilumina
Tus pasos ausentes.

¿Cuando no esté
Seguirán reluciendo
Días y noches?

Alta muralla,
Gran enemigo.
Página en blanco.

Autoridad paterna
¿Por qué?
Porque simplemente
Me da la gana.

Cuántos ocasos
Habrán podido escuchar
Tu nombre en mi voz.

Pienso en disertaciones,
Análisis, ponderaciones.
Escribo tu nombre.

Te fuiste esa tarde
Y me dejaste siendo
El vaquero sin sombra.

Atlas
Yo también sé
Lo que es cargar
La noche sobre la espalda.

Hubo un tiempo

Hubo un tiempo
en que sólo cargaba con mi sombrero,
mi revólver y tu retrato.
Ahora el sombrero está roído,
el revólver oxidado
y tu retrato no me mira más a los ojos.

Autorretrato

No sé si he respetado las proporciones
o si el trazo es muy grueso o muy delgado.
El equilibrio y la armonía me son esquivos,
el punto siempre está en fuga,
y la síntesis es sustractiva.
Pero sé que mis ojos tristes y mi andar desgarbado
te siguen buscando en la noche fría,
fría como los colores de mi paleta.

El cobarde

No preciso esconderme
Ni prosternarme por vergüenza.
¿Qué es la gloria
Si no un fuego fatuo
Que tirita sobre cementerios?
La carne del valiente
También se pudrirá como la mía.

miércoles, 15 de julio de 2009

Olvido

Quisiera caer en ese sueño eterno que narran los cuentistas; en ese letargo mágico para que pase el tiempo sobre mí, me cubra de polvo, raíces y hojas secas y nos olvidemos de todo. Quisiera que al menos durante el sueño me dieras tregua: que tu fantasma dejara de aparecerse junto a mi ventana y que tu perfume no se confundiera con el de las viejas macetas del jardín. Quisiera que tus abrazos se esfumaran como se derrumban los vastos castillos frágiles de la imaginación cuando llega el alba.
La vigilia trae tu recuerdo en olas.
Para olvidarte tendría que dormir toda la vida.

Presentación

Escribo esta primera entrada como presentación a este blog. Primero lo primero: el título hace referencia a un verso de TS Eliot, de La tierra baldía, que dice "te mostraré el miedo en un puñado de polvo." (No es que las entradas que se publicarán después produzcan miedo de lo malas que son, o al menos eso espero.)
El blog tendrá cuentos, poemas y pequeños relatos, pero también textos de otros muchos autores o vínculos a canciones o videos. La idea es usarlo para compartir todos esos "puñados de polvo" que tenemos a la mano. Que los disfruten.