lunes, 20 de julio de 2009

Con la cruz a cuestas

Otra vez escucho detrás de mí murmullos y susurros. En callejuelas, bares, plazas, iglesias. Los escucho y volteo para ver de dónde salieron, quién los profirió esta vez. Las miradas se desvían, los ceños se fruncen y no me queda otra más que avanzar, sabiendo que unos metros más allá los volveré a oír.
No veo más allá de mis pasos pero siento que las astillas se hunden en mis manos y que mi espalda se cubre de escaras. Adivino que mis pies, adoloridos y cubiertos de llagas, se empolvan mientras los arrastro sobre la trocha. El viento corre frío esta noche; escucho, sobre los grillos, el temblor de la retama.
Hasta hace un tiempo yo vivía en la penumbra del descampado, entre las rocas y los ecos cuando la noche cae y no se oye ni un susurro. No estaba solo; éramos un grupo pequeño que se desplazaba entre las sombras, siempre furtivo, moviéndose unido como un mismo cuerpo a través de los montes.
El pesado tronco se hunde cada vez más sobre mi espalda. Trato de ignorar el dolor, la punzada sobre los hombros y el entumecimiento de los músculos, pero no es tan fácil. El viento se hiela; el sudor y la sangre empapan la tela. Sangro siempre después de una hora de caminar, todavía faltan muchas otras, tengo que seguir avanzando sin frenar si quiero llegar para la madrugada. Recuerdo el día del regreso.
Volvimos un domingo, eran casi las siete de la mañana porque salían todos de las casas de quincha arreglados para irse a la misa: los hombres con trajes de paño, las mujeres con peinados elaborados. El sol ya golpeaba. Llegamos siete personas, la ropa en jirones, famélicos, las sombras o los fantasmas de los que fuimos al irnos de ese mismo pueblo unos años antes. Nadie hasta ese momento sabía de nosotros; se sabía qué hacíamos, quiénes éramos y por qué nos escondíamos, pero nunca nadie supo exactamente dónde nos escondíamos. Y es lógico, estábamos en todas partes. O en ningún lugar. Hasta que perdimos. Y ahí tomamos la decisión de volver, de volver al lugar de donde salimos y hacer frente a las miradas.
Siento los labios curtidos, pero es imposible conseguir agua, debo seguir y ya llegaré a Luricocha por la mañana. Ahí podré comer algunos panes, a lo mejor y tomar un poco de chicha antes de emprender el regreso. El corazón galopa en las sienes y arden los nudillos. Unas pocas luces se encienden a la distancia, los otros cargadores salen de su casa para hacer su recorrido. Sus cruces son siempre más vistosas –las cubren de telas con pedrerías, violetas y otras flores brillantes, mandan inscribir dedicatorias, ponen cuadros y rosarios de piedra de Huamanga. La mía no. Nada de eso. Empiezo a tallarla todos los años cuando terminan las lluvias, la tallo, clavo las partes y Domitila hace su mejor esfuerzo por adecentarla con unas cuantas llicllas. Eso sí, nunca la lijo. La cruz no se lija, la carne tiene que sufrir en el camino, si no, no es justo. Les puede parecer raro que hable de justicia, pero es cierto, no sería justo dejar de lado el flagelo.
Ese domingo fuimos caminando lentamente hacia la plaza, el cuerpo destrozado pero temiendo más la reacción de la gente. Ahora sí, habíamos perdido y empezaba la condena. Las miradas eran de asombro, como ver un espejismo o un aparecido. E inmediatamente, para nuestra sorpresa, la gente regresaba en sí, cogía fuerte la mano de los niños, y seguía firme hacia la iglesia. Nadie nos hizo nada, ni un insulto, ni una agresión. Ahora me doy cuenta que fue peor.
Nos sentamos en la plaza a esperar el final de la misa. Nos mirábamos de reojo, sin pronunciar palabra. Desde dentro de la iglesia de piedra blanca se escuchaba lejano el mea culpa. Salieron todos al cabo de un rato, un rato que pareció no terminar nunca. Se formó un círculo alrededor nuestro, avanzaba a paso firme y todo el odio que esperábamos en el recibimiento estaba ahora en su mirada. Odio y asco. Recuerdo el primer golpe, lleno de rabia, de impotencia, de venganza. Y luego vino el segundo, el tercero, y luego los insultos y los escupitajos y los gritos y las recriminaciones. Cumpas conchesusmadres, nos decían, supaypa wawa, nos decían. Los puños y manotazos caían como relámpagos hasta que la voz del cura sentenció, calmada, satisfecha, que ya era suficiente. Y así como se arremolinaron alrededor nuestro se fueron todos, cada uno a su casa a ocuparse de nuevo de sus cosas. Caras familiares se quedaron en la plaza, fueron hacia nosotros entre llantos, nos levantaron y sin decir palabras nos metieron a las casas.
Eso fue todo. Desde ese día el trato fue otro. Bueno, el trato fue otro frente a nosotros, a nuestras espaldas se siguen diciendo cosas, murmurando, manteniendo alejados a los niños y ¿quién los culpa?
Han pasado ya varias horas. Sigo mi rumbo automáticamente; los pies hinchados, casi deformes por las ampollas labran pesados la trocha, un arado que no llega a remover la tierra. Empieza a clarear, los cerros se distancian del cielo, adquieren forma las casas en el valle y distingo, al fondo, Luricocha.
Sigo con la cruz a cuestas hasta dentro de la ciudad. Avanzo por las calles, ahora con pavimento, el silencio de la noche y el ruido de la retama es remplazado por el estruendo de los altoparlantes y los vendedores.
Subo las escaleras para entrar a la iglesia, más grande y menos torpe en su acabado que la de mi pueblo, tropezando bajo el portón de la templo. Atravieso la nave para dejar la cruz contra una de las paredes. Al descargar el peso, al sentir la presión aliviada, al ver la cruz, mi cruz una vez más en el templo se escapan unas lágrimas.
Arrodillado, recuerdo de nuevo ese domingo. Al día siguiente empecé a tallar mi primera cruz; llevo casi veinte a cuestas. No creo vivir lo suficiente para cargar con todas las que debo.

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