viernes, 17 de julio de 2009

Amanda desaparece

Amanda era encantadora, ligera y graciosa. Como toda chica de su edad, parecía no cargar con preocupaciones ni ansiedades sobre los hombros. Su pelo castaño flotaba siempre al viento y cuando llevaba sus largos vestidos hasta se hubiera dicho que levitaba como un hada. Pese a su espíritu burbujeante jamás cayó en la puerilidad ni en el escándalo, y sus opiniones fueron siempre admiradas por su ponderación y sensatez. En cualquier otro rostro sus grandes ojos grises hubieran sido signo de tristeza o abatimiento, pero en Amanda brillaban como el amanecer en la montaña, y su sonrisa era todas las flores de la primavera.
El caso es que doña Augusta, su madre, había decidido que Amanda estaba lista para el matrimonio. Doña Augusta era todo lo contrario a su hija: era una mujer de porte marcial y barriga arzobispal (lo que bastaba para ser considerada una Gran Señora), de pequeñísimos ojos negros y cabello opaco amarrado en un moño, que cubría con una mantilla negra desde su viudez, copiando una foto que había visto de Victoria de Inglaterra. Si la voz de Amanda era dulce sin ser estridente, la suya tronaba como un regimiento a paso ligero, y su hija no recordaba su risa, si es que la había escuchado alguna vez. No pocos se preguntaban cómo una niña tan amable podía ser hija de tan sombría mujer, que debía haberla alimentado con hiel en vez de leche materna.
Así pues, como bien dijimos, doña Augusta había decidido que Amanda estaba lista para el matrimonio, y había encontrado en el joven Percy Cooksey al pretendiente ideal. Percy Cooksey era un caballerito inglés hijo de un rico vendedor de telas, un joven de veintiocho años y modales refinados, de pelo rojo y pajoso, una prominente nariz, labios trazados con regla y un par cejas caídas que cubrían ojos verdes acuosos y vacíos. Su educación londinense lo había vuelto docto en francés, alemán e italiano, y podía recitar las proezas de Anquises y Meleagro, pero carecía totalmente de sentido del humor, y su timidez podía llegar a ser irritante. Las venias que hacía frente a Amanda la hacían bostezar pero inflaban el pecho de su madre, y siendo tan dócil, nuestra joven heroína aceptó el matrimonio sin chistar.

Pero el hecho que me interesa contar no es el establecimiento de la familia Cooksey, sino lo que ocurrió con la joven esposa poco después de su boda.

Si bien Percy emanaba estulticia, era lo que podríamos llamar un esposo considerado. Nunca respondió de mala manera a la dulce Amanda y sus gestos siempre fueron motivados por un amor infantil (lo que los franceses llaman simple d’esprit) pero honesto. Las primeras semanas pasaron así, en calma; Percy fantaseaba con un primogénito y Amanda se perdía en sueños de azucenas.
Una mañana, cuando Amanda se despertó, vio la mirada idiota de su esposo fija en ella. Se desperezó y le preguntó si todo andaba bien.
―Eso te debería preguntar yo a ti—replicó inquieto.
—¿Pero por qué tienes esa cara? Diría que has visto un fantasma.
—Creo que estoy viendo uno.
Conociendo a su esposo, Amanda supo que su respuesta no podía tener un sentido metafórico, y si Percy creía ver un fantasma, había que tomarlo en el sentido más literal. Corrió hacia un espejo y sintió que se desvanecía. El espejo devolvía su rostro, cierto, pero un rostro traslúcido, límpido en exceso, de una palidez cadavérica. Alguien poco ducho en materia de medicina habría podido decir que Amanda se había vuelto como de cristal. Percy tomó inmediatamente el pulso de su esposa, notando que era constante como el gran reloj de caoba que había frente a la chimenea de la sala. Llamó a un médico que no encontró nada malo en Amanda, salvo por el innegable hecho que la joven mujer se había “disuelto” un poco durante la noche. El doctor atribuyó semejante fenómeno al calor y al cambio de rutina que supone el matrimonio, aunque confesó luego que nunca había visto un caso igual.
El resto del día lo pasó Amanda en cama, de muy buen ánimo. No podía decirse que estuviese enferma: seguía siendo la misma Amanda, animosa y sonriente, sólo que un poco más transparente. Su apetito era bueno, y no sufría ni decaimiento ni malestar alguno. La pareja se fue a dormir con la seguridad de que todo esto no sería más que una anécdota graciosa para contar a sus hijos.

Pero a la mañana siguiente, cuando Percy despertó esgrimiendo una gran sonrisa insulsa, encontró que Amanda estaba mucho más vaporosa que el día anterior. Lanzó un grito de espanto que despertó a su esposa; ésta no tardó en darse cuenta de que su mal había empeorado.
Percy ya no sabía qué hacer. Repetía en voz alta todo lo que habían comido en días anteriores para ver si algún ingrediente hubiese podido causar semejante efecto, listaba los lugares por donde habían salido a caminar, las flores que Amanda había recogido, hasta sacó de sus fundas todas las almohadas de la casa buscando tal vez algún insecto gigante que devorara lentamente a su esposa. Todo fue en vano. Las listas arrojaban los lugares que Amanda había frecuentado toda su vida, las flores que siempre había recogido, y nada los llevaba a un elemento misterioso.
Los médicos se reunieron donde los Cooksey, esbozaban todo tipo de teoría acerca de la progresiva desaparición de Amanda, recetaron una dieta a base de caldo de cabeza e hígado de cordero, asegurando que el potaje restauraría a la enferma y le devolvería la sustancia perdida. La alarma crecía en los médicos, en Percy, en doña Augusta, en todos salvo en Amanda. Ella tomaba su nueva lividez como algo pasajero, sin importancia, como despertarse y encontrar una primera cana. Y su ánimo seguía intacto. Acariciaba la cabeza de su esposo consolándolo, diciéndole que no era nada grave, que ya pasaría.
Pero comparando los indescifrables apuntes que cada uno de los doctores había tomado en pequeñas libretas negras, llegaron a la observación que esta lenta “desaparición” ocurría de noche, y que durante la vigilia la paciente se encontraba estable. La observarían durante su sueño.

Así Amanda fue a dormir rodeada de una legión de ancianos de grandes lentes que la escrutaba con mirada inquisidora, tomando apuntes. Los médicos no se equivocaron. Cuando empezó a moverse bajo las sábanas y era a todas luces evidente que soñaba, la desaparición de Amanda aumentó. Llegaron a ver, por primera vez, los pliegues de la ropa de cama a través de sus mejillas. Un ruido seco los sacó de su profundo asombro: Percy se había desmayado.
Gracias a la cierta autoridad que ejercía doña Augusta, el caso de su vaporosa hija se mantuvo alejado de los periódicos. Pero en la casa de los Cooksey pululaba siempre media docena de doctores que trataba que Amanda no durmiera, siempre en vano.
Nunca los médicos pudieron llegar a un diagnóstico, menos aún a un tratamiento. Declararon a Amanda “menguante terminal” y le dieron el pésame a Percy, que lloraba como un niño sobre la cama.

El temple de Amanda fue admirable. Su sentido del humor y su espíritu centrado jamás decayeron, e hizo gala de gran entereza en sus últimos días. Conforme aumentaba su transparencia, la fuerza de su voz disminuía. Pasó de un sonido cálido a una voz apagada, y luego a un levísimo murmullo.
Si para el tercer día Percy podía ver a través de su mujer, al cabo de una semana tenía que tener extremo cuidado para no chocarse contra ella al caminar; le exigió que silbara constantemente para poderla ubicar y en las noches lo único que todavía podía distinguir era el brillo de sus grandes ojos grises. Los Cooksey se acostumbraron a vivir así, con Amanda penando sin estar muerta.

Por fin llegó el día que tenía que llegar. Percy despertó y no vio a nadie a su lado. Su esposa había desaparecido. Fue oficialmente la muerte de Amanda, al menos para los médicos que la certificaron y para su férrea madre, que se resignaba a cargar con una hija menguante. El que jamás lo aceptó fue el joven Percy Cooksey. Siguió viviendo en la casa, sin volverse a casar, insistiendo en que de vez en cuando escuchaba los silbidos y las risas de Amanda y que cada primavera el jardín era despojado de sus más coloridas flores. Todo esto, claro, nadie nunca lo confirmó.

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