lunes, 20 de julio de 2009

Andahuaylillas

En la iglesia de Andahuaylillas había muy poca gente. Afuera, la mañana soleada del sábado de gloria le dejaba el lugar a nubes grises y una pequeña llovizna. Insistí en ir después de leer en muchos lugares que a la iglesia la conocían como la "Capilla Sixtina de Sudamérica" (algo hiperbólico, hay que reconocerlo) por tener un cielo raso totalmente pintado. Había poca luz en el lugar. Todo parecía teñido de un viejo dorado por el reflejo del pan de oro del inmenso altar.A unos metros de éste se erguía inmensa, terrible, una estatua de la Dolorosa: una virgen de dos metros y medio en un anda totalmente vestida de negro, con rosas blancas y calas en el borde del vestido. Llevaba una mantilla y, dentro de su expuesto corazón de plata, siete espadas se hundían. Al costado estaba el ataúd de vidrio donde habían sacado a Cristo muerto el día anterior. Sacaban a la efigie lacerada (talla real, tal vez de yeso) para volverla a subir a la cruz. Diecisiete personas se encargaban de cargarla con extremo cuidado. Entre un quechua precipitado lanzaban frases en español: "Cuidado con sus piernitas, con su cuerpito, arréglenle el pelito." Una mujer llegó con una pequeña bandeja cargando tres clavos plateados. Acomodaron a Cristo, introdujeron los clavos en cada mano y pies con admirable minucia, casi con cariño. Al rodearlo con cordeles, tomaron la precaución que la cuerda no rozara la piel de la estatua. Apurados por los horarios, que no creen en misticismos, dejamos la iglesia cuando el grupo se disponía a levantar la imagen. Todos parecen cargar con su cruz en semana santa.El ataúd de cristal, con almohadillas bordadas con hilo dorado, estaba vacío anunciando la resurrección, pero las siete espadas seguían clavadas en el corazón de la Dolorosa.

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